CON LA MUERTE EN LOS TALONES (North by Northwest)
(USA) MGM, 1958-59. 136 min. Color. VistaVision.
G: Ernest Lehman. Ft: Robert Burks. Mt: George Tomasini. DA: Robert Boyle, William A. Horning y Merrill Pye. Vest: Harry Kress y Bergdorf Goodman (para Eva Marie Saint). Ms: Bernard Herrmann. Títulos: Saul Bass. Pr y Dr: Alfred Hitchcock.
Int: Cary Grant, Eva Marie Saint, James Mason, Jessie Royce Landis, Leo G. Carroll, Martin Landau, Adam Williams, Robert Ellenstein, Philip Ober, Josephine Hutchinson, Doreen Lang, Les Tremayne, Edward Binns, Patrick McVey, Ken Lynch, Philip Coolidge, Ned Glass, Malcolm Atterbury, John Beradino, Walter Coy, Henry O’Neill, Madge Kennedy, Lawrence Dobkin, Frank Wilcox, Carleton Young.
SINOPSIS: En Nueva York, el caprichoso azar hace que unos sofisticados espías que se dedican a negociar con documentos clasificados confundan a un despreocupado publicista con un agente secreto del Gobierno y, creyendo que sabe demasiado sobre sus actividades, tratarán de eliminarlo en diferentes ocasiones utilizando, sobre todo, a una seductora rubia como cebo.

COMENTARIO: A finales de 1956, Hitchcock, tras varias películas que habían respondido exitosamente a las expectativas que el público de la época solía depositar (en la taquilla) cuando leía su nombre en la fachada de un cine, decidió rodar FALSO CULPABLE (The Wrong Man), una cinta sombría narrada en clave muy realista y sin concesiones a la galería. Al año siguiente, volvía a golpear -con instrumentos muy diferentes- a un público ya noqueado, con la compleja, poeiana y perturbadora VERTIGO/DE ENTRE LOS MUERTOS. Es probable que llegado a ese punto, él y quienes le aconsejaban coincidieron en suponer que resultaría conveniente regresar a terreno conocido para no poner en riesgo la fidelidad de los admiradores de su cine. En virtud de lo cual, ese numeroso público respiró aliviado cuando en el verano de 1959 vio CON LA MUERTE EN LOS TALONES (North by Northwest), el film que ahora nos ocupa.
La peculiaridad del portentoso talento de Hitchcock como realizador, residía en su eficacia a la hora de averiguar y resolver la exacta dosificación de los elementos conformadores de espectáculo que una película debía contener para atrapar el interés del espectador. Lo que nunca fue obstáculo para que adoptase audaces y sorprendentes soluciones expresivas cuando se trataba de narrar por medio de imágenes puramente cinematográficas asuntos cuyo origen muchas veces habría que buscarlo en ignorados rincones de su controvertida personalidad (sin ir más lejos, tenemos el ejemplo de los dos títulos precedentes aludidos más arriba).
Ya ciñéndonos a CON LA MUERTE EN LOS TALONES, el autor de LA VENTANA INDISCRETA, mezclando comedia y suspense quiso compendiar y prolongar, desarrollándolos al máximo, algunos de los esquemas e ideas que estructuraron anteriores trabajos suyos, fundamentalmente 39 ESCALONES de su etapa inglesa, un brillante boceto de ésta.
El protagonista, Roger Thornhill (un fabuloso Cary Grant sinvergüenza, divertido y edípico), es un individuo seguro de sí mismo que sabe desenvolverse muy bien en los medios sociales, despreocupado y egoísta (en su primera aparición no duda en quitarle el taxi a una persona con una mentira), y que a partir de un fatal equívoco será sacado literalmente en volandas de su hábitat e introducido en una pesadilla itinerante dentro de la cual describirá una trayectoria tanto física como espiritual que le ayudará a conocerse mejor a sí mismo, digámoslo de este modo. Cuando pasa a convertirse para los “malos” (oh, ese sutil y elegante James Mason!) en el fantasmático George Kaplan, desaparece el ilusorio paisaje de seguridad y orden en el que ese Roger Thornhill se movía como pez en el agua. Ahora, el caos se ha introducido en su vida y ya no podrá volver a fiarse de las apariencias porque casi todas esconden una amenaza (la mansión de Lester Townsend, el edificio de las Naciones Unidas, el expreso Siglo XX, la sala de subastas, la avioneta fumigadora, el chalet en la montaña, el monte Rushmore...).
La perfecta construcción hitchcockiana, toma aquí -como en otras ocasiones- las formas de una persecución jalonada de elementos inquietantes que lo son por la mano de Hitchcock, por su capacidad para dotar a esos escenarios de una dimensión amenazadora. Ahí va un clarificador ejemplo sin convenciones ni música: Thornhill ha sido citado en un paraje desértico bañado por un sol de justicia, un medio rural desconocido para él en el que en un determinado momento aparece un lugareño que espera un autobús; al fondo, muy lejos, una avioneta fumigadora está ejecutando su labor. Hasta ahí tenemos un cuadro que parece arrancado de una novela de John Steinbeck. Thornhill y el campesino están frente a frente a ambos lados de la carretera que parte el paisaje, manteniendo un silencio embarazoso; Thornhill decide cruzar y acercarse al otro que despreocupado hace un lacónico comentario respecto a la avioneta por el que manifiesta su extrañeza de que esté fumigando campos sin sembrar.
En su brillante superficie, CON LA MUERTE EN LOS TALONES es una cínica, habilísima, divertida, emocionante, malévola, trepidante historia de espías contada con un desarmante desprecio por cualquier regla de verosimilitud. Pero bajo ese aparente tono relajado aparecen ciertas negruras, elementos de entidad misteriosa e indefinible que arrojan un discurso poco tranquilizador sobre algunas características de la sociedad americana.
Desde las líneas que se interseccionan al compás de las notas del gran Bernard Herrmann en los formidables títulos de crédito de Saul Bass, hasta la fálica metáfora sexual que cierra el film, CON LA MUERTE EN LOS TALONES, tomada y disfrutada en cualquiera de sus niveles, se nos antoja una absorbente obra maestra.